CAPERUCITA ROJA
Había una vez una niña llamada Caperucita Roja. Era llamada así, porque lucía a diario una bella capa roja que le había cosido con mucho cariño su mamá, y ella la vestía con ternura.
A Caperucita, que era una niña muy buena, le gustaba visitar cada día a su abuelita que vivía atravesando el bosque. Una mañana, la mamá de Caperucita le encomendó llevar unos bizcochos calientes y recién hechos a su abuela, que se encontraba algo enferma. Como la mamá de Caperucita no la podía aquel día acompañar, advirtió a la pequeña para que fuese muy prudente en el camino, puesto que atravesar el bosque conllevaba siempre ciertos peligros.
Recibidos los consejos, emprendió el camino hacia casa de su abuela Caperucita, muy contenta y con ganas de verla y entregarle sus bizcochos. Corría dando saltitos y cantaba jovialmente por el camino la pequeña, entreteniéndose a cada paso ante la belleza del bosque:
- ¡Qué fresas tan rojas!- Exclamó Caperucita, asomada entre la hierba.
Mientras degustaba con apetito y alegría las fresas maduras, recordó las palabras de mamá e imaginó a su pobre abuelita en cama, y Caperucita reanudó el camino.
Pocos pasos después, Caperucita se encontró con una mariposa preciosa que la condujo con su contoneo hasta un árbol, cuyas raíces se encontraban cubiertas de cientos de margaritas blancas. No pudo evitar Caperucita detenerse de nuevo ante el primoroso perfume que desprendían, y ante su humilde y gran belleza.
- ¡Qué bonitas son!- Exclamó la niña, mientras organizaba concienzudamente un ramillete para llevar a su abuela.
Escuchó de pronto entre la maleza unos extraños ruidos. Entre los árboles, los ojos atentos de un lobo fiero observaban a la pequeña, que quiso reanudar sin conseguirlo de nuevo el camino:
- ¿Dónde vas, pequeña?- Preguntó el lobo con extraña amabilidad a Caperucita Roja.
- Voy a casa de mi abuelita que está enferma. Debo entregarle estos bizcochos – Respondió Caperucita asustada y con apenas un tenue hilillo de voz.
- Pues creo que estás errada en tu camino, y este que te señalo es mucho más corto.
Confiada la pequeña Caperucita ante las palabras del lobo, que parecía tan amable, emprendió el nuevo camino. Pero el recorrido que el lobo había señalado a Caperucita era el doble de largo que el anterior, y la pobre Caperucita llegó a casa de su abuela casi de anochecida y con los bizcochos recién hechos completamente fríos.
- ¡Mientras espero a la niña, me comeré a su abuela!- Exclamó el lobo cruel y feroz, que había tomado el camino más corto, ante la puerta de la casa de la abuelita.
- ¿Quién es?- Preguntó la abuela de Caperucita desde la cama, al escuchar dos toques sobre la puerta.
- ¡Soy yo abuela, Caperucita!- Exclamó el lobo feroz con una voz muy suave y delicada.
La abuelita sin sospechar nada del cruel engaño, abrió la puerta al lobo feroz, y nada más entrar por ella de un bocado se la comió. Vestido con las ropas de la abuela, decidió esperar el lobo feroz en la cama a Caperucita, que un poco más tarde llamó a la puerta:
- Abuelita, ¿estás ahí?- Preguntó la pequeña Caperucita Roja.
Y desde la cama, el lobo imitó su voz:
- ¡Si, hija mía! ¡Pasa! – Respondió el lobo.
- Abuelita, ¡pero qué voz tan ronca tienes! – Exclamó la niña asombrada al acercarse a la cama – Y…. ¡qué orejas, abuelita!
- Son…para oírte mejor – Dijo el lobo, hambriento.
- ¡Y qué ojos tan grandes!
- Son…para verte mejor – Dijo el lobo, ansioso.
Y Caperucita Roja, extrañada y algo asustada, exclamó en último lugar:
- Y ¡qué boca tan grande tienes!
Y el lobo, saltando de la cama de la abuela y dando un feroz rugido, contestó a la niña:
- ¡Para comerte mejooooor!
Y, tras aquellas palabras, se comió el lobo también a la pobre Caperucita. Saciado de su hambre, decidió echarse una siesta en la cama, quedando dormido profundamente durante algunas horas…
Paseaba mientras tanto por allí, un cazador que andaba tras el rastro de un lobo. Cansado, y divisando desde no muy lejos la casa de la abuela de Caperucita, decidió aproximarse para ver si los dueños le ofrecían su hospitalidad y podía descansar así un rato en ella. Extrañado ante el silencio, decidió el cazador mirar por la ventana de la casa para ver si se encontraba habitada o no.
- ¡Dios mío, el lobo! – Exclamó atónito el cazador al ver tras los cristales al lobo que tanto había perseguido, metidito en la cama y con la barriga muy llena, en la habitación – ¡He dado con él!
Y lentamente y sin hacer ruido, el cazador entró en la casa por la ventana, y liberó a la abuela y a Caperucita de las entrañas del animal.
- ¡Qué suerte que haya llegado a tiempo! – Gritó la abuela aturdida y muy agradecida al cazador.
Desde lejos se veía correr a la madre de Caperucita, que asustada por la tardanza de su hija, se había acercado también a la casa. Y así, todas agradecieron al hombre su acción y lloraron de alegría.
- ¡Qué miedo he pasado abuelita! – Exclamó Caperucita Roja, recuperándose poco a poco del susto.
Y tras abrazarse fuertemente a la abuela y despedirse de ella, Caperucita Roja y su madre volvieron a su hogar sin despistarse, ya nunca más, ni un segundo del camino.
RAPUNZEL
Érase una vez, hace mucho tiempo, un matrimonio muy feliz ante la llegada de su primer hijo al mundo. La pareja, compuesta por un leñador y su mujer, vivían en una humilde cabaña muy próxima a la casa de una vieja bruja, que habitaba en aquel mismo lugar. La casa de aquella bruja, poseía un enorme huerto lleno de todo tipo de cereales, y frescas y sabrosas hortalizas.
Un día, la mujer del leñador, tuvo el capricho de comerse una rica ensalada compuesta por aquellas coloridas y olorosas hortalizas, cultivadas en el huerto de la bruja. Pero aquello se trataba de una empresa difícil, puesto que aquella mujer era conocida por su ansia y avaricia. Angustiado por el deseo de su mujer, el leñador decidió dirigirse hacia el huerto de la bruja en busca de alguna de aquellas hortalizas con las cuales soñaba su mujer. Pero no tardó mucho la bruja en verle, dirigiéndose muy furiosa a él:
-¡Pero, ¿cómo se atreve a entrar aquí?!
-Mi esposa va a tener un hijo y necesita alimentarse bien. Dicen que las hortalizas y verduras son buenas y necesarias, y usted tiene de sobra… – Explicó algo asustado el leñador.
-Llévese lo que quiera entonces- Le dijo la anciana, finalmente, tras sus palabras. – Pero, ¡espera! A cambio, deberás entregarme la criatura que nacerá.
La mirada penetrante y las palabras rotundas de la bruja, acongojaron tanto al leñador, que no pudo hacer otra cosa, que afirmar con su cabeza, aceptando con ello el malvado trato. Finalmente, el leñador y su mujer tuvieron a su esperado bebé: una niña preciosa que nada más nacer, fue entregada a la bruja, conforme al trato establecido entre esta y el leñador. Y ya en su poder, la recién nacida recibió el nombre de Rapunzel. Durante años, Rapunzel creció encerrada en una torre sin acceso al exterior. Una estrecha ventana era la única comunicación que la pobre Rapunzel mantenía con el mundo. Sin puerta, ni escaleras, la bruja gritaba desde los pies de la torre a la joven Rapunzel, para que esta lanzara al exterior sus largas trenzas, crecidas durante los largos años de encierro.
-¡Rapunzel, lánzame tus trenzas!- gritaba.
Cuando oía a la bruja gritar, la joven echaba las trenzas por la ventana para que subiera por ellas. Y así sucedía cada día, hasta que un príncipe, que paseaba por las cercanías de la torre, oyó cantar a Rapunzel, quedando conquistado por su voz. Tanto le gustó aquel sonido, que rápidamente quiso buscar la entrada a la torre para conocer a la dueña de tan linda voz, pero por más que buscó no logró encontrar la forma de adentrarse en la misteriosa torre. Lamentándose, permaneció allí un tiempo, tendido sobre el camino tras unos arbustos, cuando de pronto, una anciana se acercó a la torre y gritó:
-¡Rapunzel, lánzame tus trenzas!
Al día siguiente, ni corto ni perezoso, el príncipe decidió pronunciar aquellas mismas palabras que había escuchado a la anciana, y tras observar unas larguísimas trenzas deslizándose por los muros de la vieja torre, el príncipe escaló. Pero la pobre Rapunzel, en su encierro, jamás había conocido a nadie en el mundo salvo a la vieja bruja, y cuando el príncipe llegó hasta lo alto de la torre, la joven se asustó. Consciente de ello, el príncipe, que era una persona muy bondadosa y atenta, decidió cantar a la joven, desde la distancia, las palabras y canciones más hermosas que sabía. Y así, el príncipe volvió una tarde y otra a la torre, para visitar a la solitaria y desdichada Rapunzel, y pronto se hicieron promesas de amor.
-Pero, ¿cómo estaremos juntos, si no puedo salir de esta torre?- exclamó Rapunzel desconsolada.
-Cada vez que venga, traeré un pequeño trozo de cuerda, que iremos uniendo, hasta lograr una gran escalera. Cuando esté terminada, escaparemos juntos de esta horrible mazmorra- respondió el príncipe.
Pero pronto descubrió la bruja todo lo que planeaba Rapunzel, ya que ésta, en su dicha, no pudo evitar hablar del joven ante la anciana. ¡Qué furiosa se puso la bruja! Y con unas grandes tijeras, decidió cortar las larguísimas trenzas a Rapunzel, y tras ello, la condujo a un desierto lejano y la abandonó allí mismo, como castigo por su ofensa.
-¡Rapunzel, lánzame tus trenzas! – Gritó el príncipe al día siguiente, como cada tarde.
Y la malvada bruja lanzó las trenzas de Rapunzel, ya cortadas, para engañar al joven y encontrarse con él cara a cara.
-¡Nunca encontrarás a Rapunzel! – Gritó la anciana entre maléficas carcajadas.
El príncipe, muy asustado, cayó de la torre, tras aquellas palabras, sobre unas espinosas zarzas. No conseguía ver nada el joven tras la caída, y es que aquellas zarzas, le habían herido los ojos. Pero continuó como pudo el camino a ciegas, tan preocupado como estaba por Rapunzel. Y tras varias semanas de infatigable búsqueda, el príncipe llegó a un lugar donde no se escuchaba nada, salvo el sonido de una voz, tan dulce como la de Rapunzel…Pronto divisó la joven al príncipe, caminando fatigoso y a tientas por aquel desierto. Y corriendo se aproximó hasta él llorando de alegría.
Tanto lloraba Rapunzel, que sus lágrimas inundaron incluso los ojos del príncipe, y como un milagro, el joven volvió a ver. Llenos de amor y alegría, eran más fuertes que cualquier maleficio. Y vivieron felices para siempre.
LOS MUELLES DEL SALTAMONTES
¿Sabéis, amiguitos? Los saltamontes, a pesar de ser insectos y no animales, respiran, sienten y sufren como cualquier otro ser vivo de la tierra. Al menos eso se cree, debido a la historia del saltamontes triste. Cuenta una leyenda que circula por los campos y praderas del mundo, que una vez existió un saltamontes tan triste y desdichado que pronto su caso se hizo conocido aquí y allá. Aquel saltamontes tenía una patita mucho más corta que la otra, y aquella situación le hacía sentirse el más desgraciado del mundo.
El saltamontes no hacía otra cosa que lamentarse y avergonzarse de sí mismo, volviendo también triste y gris la vida de aquellos que tanto le querían y apreciaban. Y es que en el fondo, por más que todos ellos intentaban animar al saltamontes para que no se entristeciera, no podían hacer nada para que pudiese saltar, y aquel era el único afán del pobre saltamontes.
Una cucaracha anciana y una lombriz eran los mejores amigos del saltamontes, que no paraban de planear y de urdir historias con las cuales poder conseguir que su amigo saltase. Y en esto que un día se toparon en el bosque con unos muelles que, sin duda, algún humano maleducado había tirado por allí. Pero como no hay mal que por bien no venga, la cucaracha y la lombriz vieron en aquellos muelles una excelente oportunidad para cambiar la vida al saltamontes. Ni cortos ni perezosos se apresuraron en busca de su amigo para darle la sorpresa que habían encontrado. Con aquellos muelles, poniéndose uno cada vez en la patita que tenía más corta, el saltamontes podría poco a poco igualarse en saltos a los demás.
- ¡Mira lo que traemos! – dijo entusiasmada la cucaracha al saltamontes- Con esto no dejarás de saltar y podrás sentirte finalmente como un verdadero saltamontes.
Al principio el saltamontes se encontraba extraño. No sabía muy bien si aquello podía ayudarle en algo a su problema de tener una patita más corta que la otra. Sin embargo, una vez que decidió dejar a un lado la vergüenza, pudo calzarse los muelles y saltar y saltar hasta cansarse. ¡Qué sensación tan bonita era lanzarse sin miedo hacia las nubes!
Y precisamente eso, las nubes, fue lo que el saltamontes ya no tuvo nunca más en su vida. Había comprendido que todo, hecho con buena fe y grandes intenciones, tenía solución. Sus grandes amigos le habían cambiado la vida.
PINOCHO
Érase una vez un humilde carpintero llamado Geppetto, que vivía muy solo y sin hijos. Esta soledad le apenaba tanto, que Geppetto planeó construirse un muñeco de madera, al cual daría forma con mucho tiento, como lo hacía con cada trozo de madera que debía trabajar.
- Lo llamaré Pinocho- se dijo el carpintero a sí mismo, sonriente, tan contento como estaba con su proyecto.
Y así fue como poco a poco, Geppetto le fue dando forma a la madera. Primero las piernas, después los brazos…Hasta estar completamente terminado. El muñeco se veía precioso, casi parecía un niño con aquellos ojos pintados tan brillantes. Sin embargo, el pobre Geppetto pronto se dio cuenta de que con aquel muñeco no iba a aliviar su soledad:
- Ojalá tuviera vida…- se dijo con los ojos enjugados en lágrimas.
Al caer la noche, mientras Geppetto descansaba de su jornada, un Hada de los deseos se apareció en la casa del carpintero frente al muñeco Pinocho. El Hada, que había escuchado las súplicas del carpintero, decidió concederle su deseo en recompensa a su esfuerzo y bondad. Y con un toque de magia, de pronto Pinocho fue moviendo cada una de las partes de su pequeño cuerpo, que sin embrago, permanecía de madera. ¡No podía creer Geppetto lo que vio al amanecer!
- ¡Hola papá!- exclamó Pinocho
- Pero… ¿eres tú, Pinocho, y no estoy soñando?- contestó Geppetto algo aturdido de la alegría.
A partir de entonces, Geppetto se convirtió en el hombre más feliz de la tierra. Tenía un hijo al fin y ya no estaba solo. Y poco a poco fue enseñándole cada una de las cosas que Pinocho necesitaba para sobrevivir. Le enseñó a hablar y caminar correctamente, y hasta empeñó parte de sus enseres para poder comprarle libros con los que ir a la escuela. ¡Qué contento y agradecido estaba Pinocho! Pero a pesar de todo, el pequeño seguía sin ser un niño de carne y hueso como los demás, y para serlo, el hada le encomendó ser un niño muy bueno, y le regaló un pequeño grillito llamado Pepito Grillo para acompañarle en su camino.
Mientras se dirigía a la escuela, se imaginaba Pinocho aprendiendo miles de cosas y haciéndose muy, muy listo, para poder ganar dinero cuando se hiciera mayor, y comprarle a su padre todas las cosas que había vendido para pagar sus libros. Pero en el camino, Pinocho se encontró con un lobo malvado que a cambio de algunas monedas y mucha diversión, consiguió conducir a Pinocho hasta el teatro de títeres de la ciudad, desoyendo a Pepito Grillo que le advertía una y otra vez de su error.
- ¡Vengan, señores, al teatro de títeres!- Vociferaban desde la plaza del pueblo.
Pronto Pinocho se unió a la fiesta y se puso a bailar frente aquel teatro lleno de marionetas, como uno más. Aquel niño de madera era tan inocente aún, que no sabía distinguir el bien del mal, acostumbrado como estaba a las bondades de su padre. Y Pinocho, fue engañado de este modo por el titiritero más famoso de la ciudad. Aquel hombre, egoísta y muy cruel, había observado pacientemente al extraño hijo del carpintero, y pensó que podría hacerse rico llevando a su teatro al primer muñeco de madera con vida, habido jamás en ningún lugar. Rápidamente, encerró al pobre Pinocho bajo llave en una jaula de hierro, y el pobre Pinocho lloró y lloró junto a Pepito Grillo arrepentido de su acción.
Aquel llanto conmovió al Hada de los deseos, que se presentó junto a la jaula de hierro preguntando a Pinocho cómo había llegado hasta allí:
- ¡Me atraparon unos malvados camino de la escuela y me encerraron en esta jaula! – exclamó Pinocho.
Y el Hada de los deseos, sabedora de la realidad, hizo crecer la nariz de Pinocho en castigo por no decir la verdad. Decidió, sin embargo, dar otra oportunidad de demostrar su bondad a Pinocho y deshizo con su magia todos los barrotes de la jaula de hierro que le encerraban. Una vez libre, Pinocho volvió a olvidar los consejos del hada y de su amigo Pepito Grillo, y de nuevo, se dejó tentar por unos niños que hablaban, a su paso, de la llamada Isla de los juguetes. Una vez allí, Pinocho disfrutó de lo lindo con montones de juegos durante largas horas, hasta que de pronto, las orejas de Pinocho comenzaron a crecer y crecer hasta convertirse en unas grandes orejas de burro, destino de todos los niños que abandonaban la escuela solo por diversión. ¡Qué avergonzado se sentía Pinocho por todo! Y lloraba frente a Pepito Grillo pidiéndole perdón, y suplicando al Hada de los deseos, que su padre no se hubiera olvidado de él.
Lejos de eso, Geppetto buscaba a su hijo perdido por tierra y mar, y casi frente a la misma Isla de los juguetes, el carpintero fue tragado por una ballena gigante, que tras engullirle, se adentró de nuevo en el mar. Pinocho, avisado por Pepito Grillo del suceso, no dudó en echarse al mar para intentar liberar a su padre de las zarpas de la ballena. Nadando como pudo con sus pequeños bracitos de madera, Pinocho se situó sobre la boca de la ballena siendo también engullido por ella.
Dentro de la boca de la ballena, padre e hijo se sintieron inmensamente contentos. No tenían miedo. Al fin Geppetto había encontrado a su pequeño y juntos se contaron todas sus historias. Pepito Grillo, mientras tanto, urdía un plan para poder escapar de aquel lugar, y enciendo una fogata en la boca del animal, consiguió hacerle estornudar, y con ello, salir despedidos de nuevo hacia el mar.
Tras todo aquello, Pinocho nunca volvió a desobedecer a Geppetto ni a portarse mal, y el Hada de los deseos decidió premiar al pequeño por todo su esfuerzo, convirtiéndole al fin en un niño de carne y hueso, como los de verdad.
EL FLAUTÍSTA DE HAMELÍN
Hace muchos años existía un pueblo muy hermoso y bello que se llamaba Hamelin.
Pero una mañana sucedió algo muy extraño. Cuando los habitantes salieron de sus casas se encontraron las calles pobladas de ratones que roían todo lo que se encontraban a su alcance.
Por más ratoneras que colocaban los habitantes, no los eliminaban. Al contrario, parecían aumentar. La presencia de los ratones era tal que hasta asustaba a los gatos.
Ante la invasión, el alcalde de Hamelin convocó una reunión con el fin de poder encontrar una solución al problema junto a todos los pobladores. Todos discutían pero nadie daba una solución, hasta que el alcalde dijo:
-Tenemos cien monedas de oro que daremos a quien nos libere de los ratones.
Toda la gente aplaudió la idea y se retiraron contentos. Pegaron carteles por la ciudad y alrededores: «Cien monedas de oro a quien acabe con la plaga de ratones en Hamelin», rezaba el cartel.
Un día, un hombre alto y delgado vestido de negro, con un sombrero de punta, que llevaba consigo una flauta, mirando el letrero se dijo: «La recompensa de Hamelin va a ser mía. Esta noche limpiaré Hamelin de la plaga de ratones». Así, cogió su flauta y comenzó a tocar mientras caminaba por las calles. Era tan melodiosa su música que los ratones acudían unos detrás de otros persiguiendo al músico, al son de su flauta dulce.
Los vecinos observaban asombrados como el flautista se alejaba del pueblo acompañado de un séquito de ratones. Llegados a un río, el flautista lo cruzó sin dejar de tocar su flauta. Los ratones por su parte, que no dejaban de seguirle, no pudieron, sin embargo, cruzar el río siendo llevados por el caudal del agua.
Los habitantes felices por haberse deshecho de los molestos ratones, celebraron con música y baile la noticia toda la noche.
El flautista acudió a ver al alcalde y reclamar su recompensa, pero como ya no había ratones, el alcalde no le hizo caso y le echó de su oficina diciendo:
-Márchate de la ciudad. O ¿acaso piensas que te vamos a dar tanto oro por tocar una flauta?
Y el flautista, muy molesto, prometió vengarse.
Tocó una melodía mucho más dulce que la anterior. Esta vez, quienes lo siguieron no eran ratones, sino los niños de Hamelin, que salían de sus casas atraídos por la mágica música del extraño flautista. Dejaban sus juegos para acompañar al músico, y hasta los más pequeños dejaban sus cunas. Todos iban detrás del flautista.
Llegaron a una gran montaña, y con una seña, esta se abrió mostrando un mundo lleno de juegos, dulces y felicidad eterna. Todos los niños corrieron, y cuando estuvieron dentro la montaña, esta se cerró atrapando a todos menos a uno, que usaba muletas y al caminar más lento se había quedado rezagado del resto. Aquel niño, al ver como desaparecían todos se escondió, y esperó a que el flautista se fuera. Tras esto, el niño regresó a Hamelin y contó todo lo ocurrido a los adultos. El pueblo acudió a la montaña con palas y picos intentando abrirla, pero por más esfuerzo que hicieron, no lo lograron.
Todos se sintieron muy tristes entonces y se arrepintieron de engañar al flautista.
Y Hamelin se volvió un pueblo muy triste y silencioso, en el que por más que se buscase, nunca molestaba una rata, ni se podía ver a un niño…
CAPERUCITA ROJA
Había una vez una niña llamada Caperucita Roja. Era llamada así, porque lucía a diario una bella capa roja que le había cosido con mucho cariño su mamá, y ella la vestía con ternura.
A Caperucita, que era una niña muy buena, le gustaba visitar cada día a su abuelita que vivía atravesando el bosque. Una mañana, la mamá de Caperucita le encomendó llevar unos bizcochos calientes y recién hechos a su abuela, que se encontraba algo enferma. Como la mamá de Caperucita no la podía aquel día acompañar, advirtió a la pequeña para que fuese muy prudente en el camino, puesto que atravesar el bosque conllevaba siempre ciertos peligros.
Recibidos los consejos, emprendió el camino hacia casa de su abuela Caperucita, muy contenta y con ganas de verla y entregarle sus bizcochos. Corría dando saltitos y cantaba jovialmente por el camino la pequeña, entreteniéndose a cada paso ante la belleza del bosque:
- ¡Qué fresas tan rojas!- Exclamó Caperucita, asomada entre la hierba.
Mientras degustaba con apetito y alegría las fresas maduras, recordó las palabras de mamá e imaginó a su pobre abuelita en cama, y Caperucita reanudó el camino.
Pocos pasos después, Caperucita se encontró con una mariposa preciosa que la condujo con su contoneo hasta un árbol, cuyas raíces se encontraban cubiertas de cientos de margaritas blancas. No pudo evitar Caperucita detenerse de nuevo ante el primoroso perfume que desprendían, y ante su humilde y gran belleza.
- ¡Qué bonitas son!- Exclamó la niña, mientras organizaba concienzudamente un ramillete para llevar a su abuela.
Escuchó de pronto entre la maleza unos extraños ruidos. Entre los árboles, los ojos atentos de un lobo fiero observaban a la pequeña, que quiso reanudar sin conseguirlo de nuevo el camino:
- ¿Dónde vas, pequeña?- Preguntó el lobo con extraña amabilidad a Caperucita Roja.
- Voy a casa de mi abuelita que está enferma. Debo entregarle estos bizcochos – Respondió Caperucita asustada y con apenas un tenue hilillo de voz.
- Pues creo que estás errada en tu camino, y este que te señalo es mucho más corto.
Confiada la pequeña Caperucita ante las palabras del lobo, que parecía tan amable, emprendió el nuevo camino. Pero el recorrido que el lobo había señalado a Caperucita era el doble de largo que el anterior, y la pobre Caperucita llegó a casa de su abuela casi de anochecida y con los bizcochos recién hechos completamente fríos.
- ¡Mientras espero a la niña, me comeré a su abuela!- Exclamó el lobo cruel y feroz, que había tomado el camino más corto, ante la puerta de la casa de la abuelita.
- ¿Quién es?- Preguntó la abuela de Caperucita desde la cama, al escuchar dos toques sobre la puerta.
- ¡Soy yo abuela, Caperucita!- Exclamó el lobo feroz con una voz muy suave y delicada.
La abuelita sin sospechar nada del cruel engaño, abrió la puerta al lobo feroz, y nada más entrar por ella de un bocado se la comió. Vestido con las ropas de la abuela, decidió esperar el lobo feroz en la cama a Caperucita, que un poco más tarde llamó a la puerta:
- Abuelita, ¿estás ahí?- Preguntó la pequeña Caperucita Roja.
Y desde la cama, el lobo imitó su voz:
- ¡Si, hija mía! ¡Pasa! – Respondió el lobo.
- Abuelita, ¡pero qué voz tan ronca tienes! – Exclamó la niña asombrada al acercarse a la cama – Y…. ¡qué orejas, abuelita!
- Son…para oírte mejor – Dijo el lobo, hambriento.
- ¡Y qué ojos tan grandes!
- Son…para verte mejor – Dijo el lobo, ansioso.
Y Caperucita Roja, extrañada y algo asustada, exclamó en último lugar:
- Y ¡qué boca tan grande tienes!
Y el lobo, saltando de la cama de la abuela y dando un feroz rugido, contestó a la niña:
- ¡Para comerte mejooooor!
Y, tras aquellas palabras, se comió el lobo también a la pobre Caperucita. Saciado de su hambre, decidió echarse una siesta en la cama, quedando dormido profundamente durante algunas horas…
Paseaba mientras tanto por allí, un cazador que andaba tras el rastro de un lobo. Cansado, y divisando desde no muy lejos la casa de la abuela de Caperucita, decidió aproximarse para ver si los dueños le ofrecían su hospitalidad y podía descansar así un rato en ella. Extrañado ante el silencio, decidió el cazador mirar por la ventana de la casa para ver si se encontraba habitada o no.
- ¡Dios mío, el lobo! – Exclamó atónito el cazador al ver tras los cristales al lobo que tanto había perseguido, metidito en la cama y con la barriga muy llena, en la habitación – ¡He dado con él!
Y lentamente y sin hacer ruido, el cazador entró en la casa por la ventana, y liberó a la abuela y a Caperucita de las entrañas del animal.
- ¡Qué suerte que haya llegado a tiempo! – Gritó la abuela aturdida y muy agradecida al cazador.
Desde lejos se veía correr a la madre de Caperucita, que asustada por la tardanza de su hija, se había acercado también a la casa. Y así, todas agradecieron al hombre su acción y lloraron de alegría.
- ¡Qué miedo he pasado abuelita! – Exclamó Caperucita Roja, recuperándose poco a poco del susto.
Y tras abrazarse fuertemente a la abuela y despedirse de ella, Caperucita Roja y su madre volvieron a su hogar sin despistarse, ya nunca más, ni un segundo del camino.
RAPUNZEL
Érase una vez, hace mucho tiempo, un matrimonio muy feliz ante la llegada de su primer hijo al mundo. La pareja, compuesta por un leñador y su mujer, vivían en una humilde cabaña muy próxima a la casa de una vieja bruja, que habitaba en aquel mismo lugar. La casa de aquella bruja, poseía un enorme huerto lleno de todo tipo de cereales, y frescas y sabrosas hortalizas.
Un día, la mujer del leñador, tuvo el capricho de comerse una rica ensalada compuesta por aquellas coloridas y olorosas hortalizas, cultivadas en el huerto de la bruja. Pero aquello se trataba de una empresa difícil, puesto que aquella mujer era conocida por su ansia y avaricia. Angustiado por el deseo de su mujer, el leñador decidió dirigirse hacia el huerto de la bruja en busca de alguna de aquellas hortalizas con las cuales soñaba su mujer. Pero no tardó mucho la bruja en verle, dirigiéndose muy furiosa a él:
-¡Pero, ¿cómo se atreve a entrar aquí?!
-Mi esposa va a tener un hijo y necesita alimentarse bien. Dicen que las hortalizas y verduras son buenas y necesarias, y usted tiene de sobra… – Explicó algo asustado el leñador.
-Llévese lo que quiera entonces- Le dijo la anciana, finalmente, tras sus palabras. – Pero, ¡espera! A cambio, deberás entregarme la criatura que nacerá.
La mirada penetrante y las palabras rotundas de la bruja, acongojaron tanto al leñador, que no pudo hacer otra cosa, que afirmar con su cabeza, aceptando con ello el malvado trato. Finalmente, el leñador y su mujer tuvieron a su esperado bebé: una niña preciosa que nada más nacer, fue entregada a la bruja, conforme al trato establecido entre esta y el leñador. Y ya en su poder, la recién nacida recibió el nombre de Rapunzel. Durante años, Rapunzel creció encerrada en una torre sin acceso al exterior. Una estrecha ventana era la única comunicación que la pobre Rapunzel mantenía con el mundo. Sin puerta, ni escaleras, la bruja gritaba desde los pies de la torre a la joven Rapunzel, para que esta lanzara al exterior sus largas trenzas, crecidas durante los largos años de encierro.
-¡Rapunzel, lánzame tus trenzas!- gritaba.
Cuando oía a la bruja gritar, la joven echaba las trenzas por la ventana para que subiera por ellas. Y así sucedía cada día, hasta que un príncipe, que paseaba por las cercanías de la torre, oyó cantar a Rapunzel, quedando conquistado por su voz. Tanto le gustó aquel sonido, que rápidamente quiso buscar la entrada a la torre para conocer a la dueña de tan linda voz, pero por más que buscó no logró encontrar la forma de adentrarse en la misteriosa torre. Lamentándose, permaneció allí un tiempo, tendido sobre el camino tras unos arbustos, cuando de pronto, una anciana se acercó a la torre y gritó:
-¡Rapunzel, lánzame tus trenzas!
Al día siguiente, ni corto ni perezoso, el príncipe decidió pronunciar aquellas mismas palabras que había escuchado a la anciana, y tras observar unas larguísimas trenzas deslizándose por los muros de la vieja torre, el príncipe escaló. Pero la pobre Rapunzel, en su encierro, jamás había conocido a nadie en el mundo salvo a la vieja bruja, y cuando el príncipe llegó hasta lo alto de la torre, la joven se asustó. Consciente de ello, el príncipe, que era una persona muy bondadosa y atenta, decidió cantar a la joven, desde la distancia, las palabras y canciones más hermosas que sabía. Y así, el príncipe volvió una tarde y otra a la torre, para visitar a la solitaria y desdichada Rapunzel, y pronto se hicieron promesas de amor.
-Pero, ¿cómo estaremos juntos, si no puedo salir de esta torre?- exclamó Rapunzel desconsolada.
-Cada vez que venga, traeré un pequeño trozo de cuerda, que iremos uniendo, hasta lograr una gran escalera. Cuando esté terminada, escaparemos juntos de esta horrible mazmorra- respondió el príncipe.
Pero pronto descubrió la bruja todo lo que planeaba Rapunzel, ya que ésta, en su dicha, no pudo evitar hablar del joven ante la anciana. ¡Qué furiosa se puso la bruja! Y con unas grandes tijeras, decidió cortar las larguísimas trenzas a Rapunzel, y tras ello, la condujo a un desierto lejano y la abandonó allí mismo, como castigo por su ofensa.
-¡Rapunzel, lánzame tus trenzas! – Gritó el príncipe al día siguiente, como cada tarde.
Y la malvada bruja lanzó las trenzas de Rapunzel, ya cortadas, para engañar al joven y encontrarse con él cara a cara.
-¡Nunca encontrarás a Rapunzel! – Gritó la anciana entre maléficas carcajadas.
El príncipe, muy asustado, cayó de la torre, tras aquellas palabras, sobre unas espinosas zarzas. No conseguía ver nada el joven tras la caída, y es que aquellas zarzas, le habían herido los ojos. Pero continuó como pudo el camino a ciegas, tan preocupado como estaba por Rapunzel. Y tras varias semanas de infatigable búsqueda, el príncipe llegó a un lugar donde no se escuchaba nada, salvo el sonido de una voz, tan dulce como la de Rapunzel…Pronto divisó la joven al príncipe, caminando fatigoso y a tientas por aquel desierto. Y corriendo se aproximó hasta él llorando de alegría.
Tanto lloraba Rapunzel, que sus lágrimas inundaron incluso los ojos del príncipe, y como un milagro, el joven volvió a ver. Llenos de amor y alegría, eran más fuertes que cualquier maleficio. Y vivieron felices para siempre.
LOS MUELLES DEL SALTAMONTES
¿Sabéis, amiguitos? Los saltamontes, a pesar de ser insectos y no animales, respiran, sienten y sufren como cualquier otro ser vivo de la tierra. Al menos eso se cree, debido a la historia del saltamontes triste. Cuenta una leyenda que circula por los campos y praderas del mundo, que una vez existió un saltamontes tan triste y desdichado que pronto su caso se hizo conocido aquí y allá. Aquel saltamontes tenía una patita mucho más corta que la otra, y aquella situación le hacía sentirse el más desgraciado del mundo.
El saltamontes no hacía otra cosa que lamentarse y avergonzarse de sí mismo, volviendo también triste y gris la vida de aquellos que tanto le querían y apreciaban. Y es que en el fondo, por más que todos ellos intentaban animar al saltamontes para que no se entristeciera, no podían hacer nada para que pudiese saltar, y aquel era el único afán del pobre saltamontes.
Una cucaracha anciana y una lombriz eran los mejores amigos del saltamontes, que no paraban de planear y de urdir historias con las cuales poder conseguir que su amigo saltase. Y en esto que un día se toparon en el bosque con unos muelles que, sin duda, algún humano maleducado había tirado por allí. Pero como no hay mal que por bien no venga, la cucaracha y la lombriz vieron en aquellos muelles una excelente oportunidad para cambiar la vida al saltamontes. Ni cortos ni perezosos se apresuraron en busca de su amigo para darle la sorpresa que habían encontrado. Con aquellos muelles, poniéndose uno cada vez en la patita que tenía más corta, el saltamontes podría poco a poco igualarse en saltos a los demás.
- ¡Mira lo que traemos! – dijo entusiasmada la cucaracha al saltamontes- Con esto no dejarás de saltar y podrás sentirte finalmente como un verdadero saltamontes.
Al principio el saltamontes se encontraba extraño. No sabía muy bien si aquello podía ayudarle en algo a su problema de tener una patita más corta que la otra. Sin embargo, una vez que decidió dejar a un lado la vergüenza, pudo calzarse los muelles y saltar y saltar hasta cansarse. ¡Qué sensación tan bonita era lanzarse sin miedo hacia las nubes!
Y precisamente eso, las nubes, fue lo que el saltamontes ya no tuvo nunca más en su vida. Había comprendido que todo, hecho con buena fe y grandes intenciones, tenía solución. Sus grandes amigos le habían cambiado la vida.
PINOCHO
Érase una vez un humilde carpintero llamado Geppetto, que vivía muy solo y sin hijos. Esta soledad le apenaba tanto, que Geppetto planeó construirse un muñeco de madera, al cual daría forma con mucho tiento, como lo hacía con cada trozo de madera que debía trabajar.
- Lo llamaré Pinocho- se dijo el carpintero a sí mismo, sonriente, tan contento como estaba con su proyecto.
Y así fue como poco a poco, Geppetto le fue dando forma a la madera. Primero las piernas, después los brazos…Hasta estar completamente terminado. El muñeco se veía precioso, casi parecía un niño con aquellos ojos pintados tan brillantes. Sin embargo, el pobre Geppetto pronto se dio cuenta de que con aquel muñeco no iba a aliviar su soledad:
- Ojalá tuviera vida…- se dijo con los ojos enjugados en lágrimas.
Al caer la noche, mientras Geppetto descansaba de su jornada, un Hada de los deseos se apareció en la casa del carpintero frente al muñeco Pinocho. El Hada, que había escuchado las súplicas del carpintero, decidió concederle su deseo en recompensa a su esfuerzo y bondad. Y con un toque de magia, de pronto Pinocho fue moviendo cada una de las partes de su pequeño cuerpo, que sin embrago, permanecía de madera. ¡No podía creer Geppetto lo que vio al amanecer!
- ¡Hola papá!- exclamó Pinocho
- Pero… ¿eres tú, Pinocho, y no estoy soñando?- contestó Geppetto algo aturdido de la alegría.
A partir de entonces, Geppetto se convirtió en el hombre más feliz de la tierra. Tenía un hijo al fin y ya no estaba solo. Y poco a poco fue enseñándole cada una de las cosas que Pinocho necesitaba para sobrevivir. Le enseñó a hablar y caminar correctamente, y hasta empeñó parte de sus enseres para poder comprarle libros con los que ir a la escuela. ¡Qué contento y agradecido estaba Pinocho! Pero a pesar de todo, el pequeño seguía sin ser un niño de carne y hueso como los demás, y para serlo, el hada le encomendó ser un niño muy bueno, y le regaló un pequeño grillito llamado Pepito Grillo para acompañarle en su camino.
Mientras se dirigía a la escuela, se imaginaba Pinocho aprendiendo miles de cosas y haciéndose muy, muy listo, para poder ganar dinero cuando se hiciera mayor, y comprarle a su padre todas las cosas que había vendido para pagar sus libros. Pero en el camino, Pinocho se encontró con un lobo malvado que a cambio de algunas monedas y mucha diversión, consiguió conducir a Pinocho hasta el teatro de títeres de la ciudad, desoyendo a Pepito Grillo que le advertía una y otra vez de su error.
- ¡Vengan, señores, al teatro de títeres!- Vociferaban desde la plaza del pueblo.
Pronto Pinocho se unió a la fiesta y se puso a bailar frente aquel teatro lleno de marionetas, como uno más. Aquel niño de madera era tan inocente aún, que no sabía distinguir el bien del mal, acostumbrado como estaba a las bondades de su padre. Y Pinocho, fue engañado de este modo por el titiritero más famoso de la ciudad. Aquel hombre, egoísta y muy cruel, había observado pacientemente al extraño hijo del carpintero, y pensó que podría hacerse rico llevando a su teatro al primer muñeco de madera con vida, habido jamás en ningún lugar. Rápidamente, encerró al pobre Pinocho bajo llave en una jaula de hierro, y el pobre Pinocho lloró y lloró junto a Pepito Grillo arrepentido de su acción.
Aquel llanto conmovió al Hada de los deseos, que se presentó junto a la jaula de hierro preguntando a Pinocho cómo había llegado hasta allí:
- ¡Me atraparon unos malvados camino de la escuela y me encerraron en esta jaula! – exclamó Pinocho.
Y el Hada de los deseos, sabedora de la realidad, hizo crecer la nariz de Pinocho en castigo por no decir la verdad. Decidió, sin embargo, dar otra oportunidad de demostrar su bondad a Pinocho y deshizo con su magia todos los barrotes de la jaula de hierro que le encerraban. Una vez libre, Pinocho volvió a olvidar los consejos del hada y de su amigo Pepito Grillo, y de nuevo, se dejó tentar por unos niños que hablaban, a su paso, de la llamada Isla de los juguetes. Una vez allí, Pinocho disfrutó de lo lindo con montones de juegos durante largas horas, hasta que de pronto, las orejas de Pinocho comenzaron a crecer y crecer hasta convertirse en unas grandes orejas de burro, destino de todos los niños que abandonaban la escuela solo por diversión. ¡Qué avergonzado se sentía Pinocho por todo! Y lloraba frente a Pepito Grillo pidiéndole perdón, y suplicando al Hada de los deseos, que su padre no se hubiera olvidado de él.
Lejos de eso, Geppetto buscaba a su hijo perdido por tierra y mar, y casi frente a la misma Isla de los juguetes, el carpintero fue tragado por una ballena gigante, que tras engullirle, se adentró de nuevo en el mar. Pinocho, avisado por Pepito Grillo del suceso, no dudó en echarse al mar para intentar liberar a su padre de las zarpas de la ballena. Nadando como pudo con sus pequeños bracitos de madera, Pinocho se situó sobre la boca de la ballena siendo también engullido por ella.
Dentro de la boca de la ballena, padre e hijo se sintieron inmensamente contentos. No tenían miedo. Al fin Geppetto había encontrado a su pequeño y juntos se contaron todas sus historias. Pepito Grillo, mientras tanto, urdía un plan para poder escapar de aquel lugar, y enciendo una fogata en la boca del animal, consiguió hacerle estornudar, y con ello, salir despedidos de nuevo hacia el mar.
Tras todo aquello, Pinocho nunca volvió a desobedecer a Geppetto ni a portarse mal, y el Hada de los deseos decidió premiar al pequeño por todo su esfuerzo, convirtiéndole al fin en un niño de carne y hueso, como los de verdad.
EL FLAUTÍSTA DE HAMELÍN
Alicia en el país de las Maravillas
Érase una vez una niña llamada Alicia. Alicia se encontraba un día sentada en el jardín de su hogar, tomando el fresco de la sombra bajo un árbol y charlando con su gatita Diana que, como suele ser costumbre en los gatos, no sabía hablar. Acariciándola suavemente, Alicia dijo:
- Si yo pudiese tener mi propio mundo, los animales y las floreas hablarían, y nada sería absurdo.
De este modo reflexionaba Alicia y por ello no se extrañó cuando un conejo blanco le pasó por delante. El conejo, sacando un reloj del bolsillo, miró la hora y echó a correr diciendo:
- ¡Es tarde! ¡Voy a llegar tarde!
- ¿A dónde va, señor Conejo?, preguntó Alicia.
El conejo, muy apurado, apenas respondió:
- ¡Es tarde! ¡Tengo prisa!
Corriendo, el conejo se adentró en un tronco de árbol hueco y desapareció. Entonces, Alicia sintió curiosidad por saber a dónde se dirigía el conejo. Aquello, sin duda, era realmente extraño: ¡un conejo que usaba reloj! Desde luego, Alicia nunca había visto algo así antes y, por ello quiso descubrir qué significaba. Miró por el agujero del árbol y, viendo que era grande, decidió seguir al conejo. Entró en el hueco y…
- ¡Ay! ¿Qué pasa?- Exclamó Alicia sorprendida.
Alicia comenzó a caer por un pozo muy raro, con las paredes revestidas de armarios con vajillas, libros, lámparas y jarrones de flores. Alicia caía y caía sin rumbo, y cuando ya se había acostumbrado a caer y pensaba que iba a salir por el otro lado de la Tierra, llegó al suelo. De pronto, se encontró en una sala en la cual había una puertecita por la que estaba saliendo el conejo, siempre diciendo que era tarde. Una vez cerrada por el conejo, Alicia intentó abrirla, cuando el picaporte protestó:
- ¡Ay! ¡Que me retuerces la nariz!
Alicia, sin apenas extrañarse más de lo que estaba, explicó al picaporte que quería pasar por la puerta. Como no cabía por ella, el picaporte le dijo que bebiese de un frasquito que había sobre una mesa. Alicia hizo caso al picaporte, ingirió aquel brebaje, y tras ello se hizo tan pequeña que no alcanzaba la llave. El picaporte, entonces, le mandó comer una galleta. Alicia hizo caso al picaporte y tras comerse aquella galleta creció y creció hasta hacerse enorme.
- ¡Ahora nunca podré pasar por la puerta!- Exclamó Alicia llorando tanto, que sus lágrimas formaron un inmenso riachuelo.
Alicia bebió de nuevo del frasquito para intentar volver a su forma, y se hizo entonces tan pequeña que cabía incluso por el ojo de la cerradura. Al otro lado, encontró unos cuantos animales nadando en sus lágrimas y tras el baño, se pusieron a bailar en corro alrededor de una roca para secarse. En medio de aquel corro de animalitos, Alicia volvió a ver al Conejo Blanco corriendo, mirando como siempre el reloj y diciendo que era tarde.
- ¿Qué haces aquí, Ana María? Ve a casa a buscar mis guantes y mi abanico- Ordenó el conejo a Alicia.
- Me llamo Alicia, no Ana María- Respondió la niña pensando que el conejo estaba rematadamente loco.
- ¡No me importa cómo te llames, Ana María!- Dijo el conejo- Ve a buscar lo que te he pedido y deprisa, o si no, llegaré tarde.
- Pero…, buscar, ¿dónde?- Preguntó Alicia.
- ¡En mi casa!- Respondió el conejo- Y corre que no puedo esperar.
El conejo salió corriendo en dirección a su casa para guiar a la joven Alicia. Alicia sin dudarlo corrió detrás de él hasta que le perdió de vista, quedándose sin saber qué camino debía seguir entonces. En aquel justo instante oyó una risotada. Alicia miró hacia arriba y vio a un gato que hacía muecas sobre la rama de un árbol, y decidida le preguntó hacia donde podía ir.
- Eso depende de adónde quieras llegar- Contestó el gato de Cheshire- Hacia la derecha, la casa del Sombrerero; hacia la izquierda, la de la Liebre. ¡Los dos están locos!
El gato soltó otra carcajada y desapareció. Poco rato después, sin embargo, su cabeza surgió en el aire y preguntó:
- ¿Vas a jugar hoy con la reina? Allí nos veremos.
Alicia continuó en su camino, y entre tanto encontró a la Liebre y al Sombrerero tomando té con el Lirón, que dormía en la tetera. Se encontraban celebrando elno-cumpleaños. Alicia cogió un pastel movida por la magia del instante, y cuando sopló la velita el pastel estornudó. Pero a Alicia no le gustó demasiado aquella broma y, ante su rostro, el Sombrerero dijo:
- Podemos limpiarte echando té.
Tras aquellas palabras, el Sombrerero quiso que Alicia adivinara por qué el cuervo era negro como una pizarra.
- ¡Estoy harta de su locura! ¡Me voy a casa!- Contestó Alicia dirigiéndose hacia el bosque.
Más adelante, una vez retomado de nuevo el camino, Alicia encontró a dos hombrecillos muy gordos y tan inmóviles que no parecían vivos. Se llamaban Ran Patachunta y Patachú. Alicia bailó con ellos y les preguntó por qué el cuervo era negro como una pizarra, pero no la contestaron manifestando que aquello era un secreto. Otra vez sola, Alicia decidió quedarse quieta en aquel mismo sitio un rato, cuando apareció el Gato de Cheshire Éste, se dirigió hacia el Grifo para que mostrara un camino a Alicia. El Grifo se aproximó diciendo:
- No irrites a la reina, porque si no…
El Grifo llevó a la niña al jardín de la reina, donde los jardineros se encontraban pintando de rojo las rosas. Alicia encontró aquello tan raro que preguntó:
- ¿Por qué pintan las rosas?
- Pues porque esto debía ser un rosal de rosas rojas, pero resulta que plantaron uno de rosas blancas por equivocación.
En aquel instante, sonaron clarines y apareció la Reina de Corazones. Delante del cortejo venía el Conejo Blanco.
- ¡Por eso tenía tanta prisa! Debía anunciar a la reina- Concluyó Alicia.
- ¿Quién eres tú, que no eres de corazones?- Dijo la reina a la niña.
- Me llamo Alicia y estoy tratando de encontrar el camino de vuelta a mi casa- Respondió.
- Aquí todos los caminos son míos- Dijo la reina- Aquí todos somos de corazones. Y si tú no eres de corazones, ni de oros, ni de espadas, ni de copas… ¡te juzgaremos como intrusa!
El conejo acusó a Alicia de hacer perder la paciencia a la reina y llamó a la Liebre loca y al Lirón como testigos para el enjuiciamiento de Alicia. Y cuando el Gato de Cheshire apareció de nuevo por allí, todos echaron a correr de miedo.
- ¡No les tengo miedo! ¡No son más que un puñado de naipes! Me voy a casa antes de que se haga tarde- Exclamó Alicia.
Y en aquel momento, Alicia oyó el maullido de Diana.
Se había despertado y se encontraba de nuevo en el jardín de su casa bajo la sombra del árbol.
- ¡Qué sueño más extraño!- Se dijo, desperezándose.
HANSEL Y GRETTEL
Erase una vez una pequeña y humilde casita situada en las proximidades de un precioso bosque, grande y profundo, en la cual vivía un matrimonio de leñadores con sus dos lindos hijos llamados Hansel y Grettel. Todas las mañanas bien temprano, la familia se ponía en marcha para trabajar, y todos sin excepción aportaban algo.
- Buenos días, querida familia. Hoy tengo mucha leña que cortar, así que voy yendo sin más demora.- Dijo el padre.
- Yo he pensado haceros un delicioso pastel de fresas para la merienda. Hijos míos, hacedme el favor de ir a buscarme las mejores fresas que encontréis.- Dijo la madre de los pequeños.
- ¡Te traeremos las mejores del mundo! – Exclamaron los hermanos a coro muy contentos.
Tras el desayuno, los niños cogieron una cestita de la despensa y se dirigieron al bosque en busca de las fresas más bonitas y frescas, jugando y cantando sin cesar por el camino.
- Hansel, tráeme esa fresa que hay ahí tan roja. ¡Tengo tantas ganas de comerme el pastel que nos hará mamá! – Dijo Grettel saboreando ya casi la tarta en su paladar.
Los hermanos continuaron el camino, pero como consecuencia de lo distraídos que iban con sus canciones y juegos, no pudieron percatarse de que cada vez se adentraban más en el profundo y peligroso bosque. Hasta que de pronto, y tras mucho caminar, dieron con un claro en el camino sobre el cual se advertía una asombrosa casita recubierta de caramelos de mil colores.
- Hola niños. ¿Os gusta mi casa? Pues pasad, pasad, que se os ve cansados y dentro os esperan muchas sorpresas más- Exclamó una malvada bruja que les había visto aproximarse desde las profundidades del bosque.
Los niños pasaron ilusionados y la bruja comenzó a enseñarles su casa. Desgraciadamente, por dentro no tenía ni tanto color como por fuera, ni tanto dulce. La malvada anciana les condujo hasta una habitación sin ventanas que se encontraba al fondo de la casa y cuya puerta era una extraña verja.
- ¿Estos barrotes son de chocolate?- Dijo el inocente Hansel esperando que la malvada anciana le sacara por fin las golosinas.
- Pasad y lo veréis- Contestó la bruja mientras se sonreía maliciosamente. Los niños pasaron confiados tras aquellas palabras y, una vez dentro, la anciana cerró la puerta.
- ¡Ja, ja, ja! ¿Os gusta el chocolate? Pues tendréis que despediros porque, aquí en esta casa no hay chocolate, ¡y nunca podréis salir! – Exclamó la bruja malvada- ¡A mi me gustan más los guisos! Hansel y Grettel comenzaron a llorar desconsoladamente acordándose de sus padres.
- Comed, comed. Comed hasta llenaros…- Les dijo la anciana ofreciéndoles grandes trozos de pollo. Grettel, que era la hermana mayor, pronto se dio cuenta de las terribles intenciones de aquella anciana escuálida, y concibió un plan con su hermano Hansel.
- Todos los días, cuando la bruja venga a traernos comida, deberás sacar esta pata de pollo seca en lugar de mostrarle el brazo, para que vea que seguimos muy flacos y no quiera comernos. – Explicó Grettel a su hermano pequeño.
Y así lo hicieron varios días, hasta que la anciana se cansó de esperar a que engordaran:
- ¡Condenados niños! Ahora mismo pondré el caldo a calentar y tú me ayudarás a preparar la olla, Grettel.
Ambas se dispusieron a preparar agua en un gran caldero y lo pusieron sobre el fuego.
- Señora, mire a ver si está bien de sal el agua.- Dijo Grettel. La anciana se acercó al gran caldero de agua hirviendo y, como no veía casi nada, metió tanto la cabeza que cayó dentro.
- ¡Ay! ¡Ay! ¡Socorro! ¡Ay! ¡Socorro!, soy una pobre vieja. ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Ayudadme, pequeños!- Gritaba la malvada bruja desconsolada. Grettel, al ver lo que había pasado, sacó corriendo a su hermano del encierro.
Cogió también un montón de dulces que la bruja guardaba bajo llave y volvieron a su casa atravesando el bosque sin fresas, pero cargados de delicias de turrón y chocolate. Sus padres, que no habían cesado de buscarles, no podían creer que sus hijos hubieran encontrado el camino de vuelta y, con lágrimas de alegría en los ojos, abrazaron fuertemente a los pequeños. Fueron felices para siempre desde entonces los cuatro juntos, y lo celebraron ¡con mucho dulce!
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